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domingo, 21 de octubre de 2012

Ciclos II

     Estábamos con los ojos llenos de tierra, parados en la tierra llena de ojos. Ojos que nos miraban rodar y dar vueltas alrededor de la bola disco brillante que nos hacía bailar incesantemente. De vez en cuando esta nos amenazaba con estallar y cortar la fiesta, hablaba de millones de años, pero todo parecía a la vuelta de la esquina. Los vientitos de la parada de micro que habíamos fumado lo hacían todo más vertiginoso, urgente, necesario. Acá es donde nos encontramos a la sed desértica que estaba sola, fuera del desierto, por lo que agonizaba. Ni siquiera vacilé y le di un vaso de agua, aniquilándola al instante. ¿Qué hice? Maté un sentir, que no conocía, que no me pertenecía y que, sobre todo, no comprendía mas allá de su misma inmediatez. Lo borré de la existencia y ahora era una nada no solo material, sino conceptual. Tal vez haya sido la última de su especie/forma. No me pude resistir y corrí; corrí siguiendo la nube de forma femenina hasta que me desmallé sobre una enorme roca.
     Al despertar, había llegado a un corralón donde vendían materiales para la construcción. Los obreros estaban cargando cosas, a la orden de su capataz. Me levanté de la roca, que no era una roca sino una tortuga, y antes de que pudiese moverme, comenzó a conducirme lentamente hacia el lugar. Agradecí a la tortuga y comencé  a negociar con los del corralón: pedí lo necesario para construir una sed desértica. Me hicieron pasar a una oficina donde firmé centenares de cosas, y muy probablemente, una de esas firmas, haya sido dedicada a un contrato con el demonio, pero no me importó. Construir era lo que importaba y había que hacerlo rápido. Pagué con lo que tenía encima: Ropa, olores, saliva y pelo. Una vez completado el acuerdo, armé un laboratorio en la esquina, que estaba llena de juncos, basura y caña de azúcar. Pasaron largos años de necesidades y abnegaciones personales, pero cumplí mi objetivo. Cuando la sed desértica estuvo terminada, la bebí para saciar esa necesidad que yo mismo me había creado. Y cuando este  acto se consumó, empezó a faltarme algo que había llenado las intenciones de cada una de las directrices que le había dado a mis músculos desde el inicio de todo esto: el vacío. Traté de construirlo pero fue inútil, con el tiempo llegó y el ciclo volvió a comenzar. 

viernes, 12 de octubre de 2012

Anécdotas Platenses II: La chica más linda del barrio

     Vivía a tres cuadras y media de casa, pasando una calle por la que yo nunca quería pasar. En frente vivía un hombre malo de bigotes, que tenía un pool y videojuegos. Una vez le rompí el paño de la mesa del pool y una lampara de bajo consumo, cuando estas costaban mucha plata. La razón de la catástrofe: me distraje mirando el culo de su hija. El hombre enfureció y me pidió por su inmediata compensación económica. Yo era un niño para ese entonces y no tenia más que un peso y pico para las fichas, así que se lo dí y le dije que le iba a pedir plata a mis papas para pagarle. Jamás le conté a mis padres ni volví a ese endemoniado lugar.  Pero esta no es la persona de la cual les quería hablar. Ella vivía en frente, pasando una calle de tierra, una zanja, unos cardos. Esa calle era ideal para hacer coleadas con la bici por el colchón de piedritas sobre la tierra. Me caí muchas veces ahí, las piernas regadas de sangre era cosa común esos días. La preocupación y los gritos de mamá también. Los cardos acompañaban mis pullovers a todos lados y los agujeros en las rodillas de los pantalones fueron una marca registrada. A veces los parches que mi mamá me ponía me hacían ver como un payaso y me daba vergüenza, así que me los arremangaba. Cuando jugaba a la bolita y me arrastraba por el piso me los ponía como estaban, porque sino se me salían las cascaritas de la rodilla.
      Una vez fui a su casa, a la casa de la chica más linda del barrio. La saludé y me miró profundamente. Me tiró la pelota y se fue corriendo. Jugamos con todos los pibes al voley en su patio un rato, como solíamos hacerlo en la canchita de en frente de mi casa. Ahí la red era de bolsa de arpillera, cocidas por una vecina y los postes eran unas gruesas ramas de arboles cortadas con machetes. Recuerdo haberme cortado un dedo jugando con el filo de uno de eso cosos. Los partidos podían durar horas, los jugadores pasaban, algunos descansaban sentados arriba del paredón de uno de los pibes, otros tomaban cerveza o una goliath de cherry con gusto a trifamox jarabe. Esa porquería la tomé por primera vez días después de un diluvio que nos calló encima durante un partido en la "canchita grande", lugar donde se jugaban partidos importantes  y donde una vez me fracturé un brazo. Ahora ese lugar lo habita hace años una comunidad de gitanos. 
     Hace cosa de unos días, una anciana gitana de esa comunidad me birló 10 pesos con un genial truco de adivinar mi suerte, no puedo creer lo boludo que fui, supongo que la astucia no se puede conseguir de otro lado que no sea de los años y la calle. Lo cierto es que tuve suerte y rápidamente paso un micro al cual me subí y al lado mio, pasaba un camión de fletes, muy parecido al que vi meses después de esa vez que ella me arrojó la pelota y se fugó de mi vista. Como si fuese ayer lo recuerdo: El camión estacionado en la calle, cargando cosas. Yo miraba desde la esquina, no me podía acercar, ahí estaba el hombre de bigotes hablando con otra persona. Creo que era el padre de ella.
     La calle. Hace años que no cruzo esa calle. Estoy seguro que el hombre malo de bigotes, Rogelio Suarez, me olvidó, pero yo no a él. Y en frente de su derruida casa, el miedo hecho carne, quedó el primer y último recuerdo que tengo de ella: La chica más linda del barrio. Alguien, una silueta, una figura... sin rostro, rastro ni nombre.