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martes, 14 de agosto de 2012

Reencuentro

    Cuando abrí los ojos estaba en mi cuarto, mi cama, en ese hueco. ¿Hace cuanto había estado dormido? Me encontraba confundido, solo, en un silencio lleno de fisuras, infeccioso. Los pájaros habían muerto estaciones atrás y no habían vuelto a la tierra. Los sonidos eran monopolizados por las cosas, su chirrido, su inevitable oxidación, putrefacción, devenir. Las extensiones de mi cuerpo eran mas largas y pesadas de lo que recordaba. Eran inocultables, recorrían ciudades enteras a plena vista y no recordaba  cómo moverlas. Recuerdo que del pensamiento al dedo pulgar habían cuadras de distancia, hostiles y escabrosas, como las que hay desde la parada de micro a mi casa en los días de lluvia. Los grises y el aire inmóvil parecían haber estado ahí por siempre, como los cuerpos secos de las moscas depositados por doquier, que mas que un suceso de la naturaleza, parecía una peculiar tendencia decorativa que había adoptado el lugar. Una fascinación por lo viciado, lo fétido y decadente. Estas cosas me acobijaban y me protegían de los colores que se escondían temerosos en el placar, huyendo del frío, hacia algún lugar retorcido en la humedad y el moho. Traman algo, en secreto.
     A mi alrededor danzaba un peculiar perfume, añejo, familiar, que creí recordar, pero cada vez que intentaba hurgar en la memoria, algo dentro de ella dolía. Estaba ahí, en lo profundo, detrás de las costras. El recuerdo flotaba inmóvil, ahogado en pus solidificada, inalcanzable.
      La danzarina fragancia tenía la actitud de un perro que busca que lo alimenten, me lamía la cara con su cálida lengua para que despierte, aullaba incesante por una gran pena, con su hocico me empujaba para que me corriese del lugar en donde yacía postrado. Lo hacía incesantemente, sin darse por rendido. Persistía como uno de esos fantasmas que suelen dar vueltas por las calles y los rincones oscuros de la ciudad en noches que les son eternas. Seres que tienen algo pendiente que los ancla a la tierra, viviendo una maldición por la que no descansan y vagan en la forma que la situación lo amerita para cumplir su propósito final.
     Decidido, se lanzó hacia mi con toda su fuerza y nos encontramos. Empezó a empujarme, y cuando lo logró, se llenó de color de tal manera que cegaba la vista, quemaba mi piel y en una crisálida de luz, renacían los sentidos. A los segundos lo reconocí y me alegré. Quizá ya era tarde, a la cama le quedaba poco calor, pero al parecer era suficiente. Solo quería ocupar su espacio y levantarse una vez más de aquel infame lugar que le era sumamente propio: mi hueco.