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sábado, 6 de abril de 2013

La Máquina I

Llegamos al punto de no retorno,
donde el reloj dice,
lo que las agujas mandan,
y las cosas,
las cosas no mienten.
Ellas solo son,
así como tales,
no tienen por dentro,
lo que nosotros:
esos duendes en las entrañas,
que bailan,
que saltan,
se angustian,
se cansan,
que solicitan también,
las más exóticas especias.
Solo tienen tienen símbolos,
puestos en un orden específico,
obra de los ingenieros del pensamiento,
o palabras de vidriera,
que vienen en oferta,
siempre limpias,
siempre listas.

Tampoco son grandilocuentes,
como el novelista,
el poeta,
el enamorado,
el revolucionario,
o el vecino fatalista de la esquina.
Todos ellos,
viven ocultos,
dentro nuestro,
se refugian,
de las patrullas de La Máquina,
en los epígrafes,
en las comas,
los puntos,
la subversiva sonrisa,
nuestra.

Un día se atrevieron,
y entonces gritaron,
dijeron que basta
que ya no más,
que esta era la última vez,
pero no,
y si,
y el no se,
y los medios,
y los fines,
y nos empezamos a perder,
en la neblina,
en el fango,
en su juego,
su trampa,
en las tripas fundacionales de esa máquina,
que nos devora por los pies,
y en sus heces,
somos parte de ella misma,
aunque forcejeemos,
nos acepta como uno mas,
nos filtra,
con sus bellos discursos,
inmejorables engranajes,
elegantes botones,
enmascarados operarios.

Aún así,
la máquina es astuta,
no se revela,
esta sobre nuestros cuerpos,
fagocitándonos,
sodomizándonos el ano,
los diálogos,
los abrazos,
los silencios,
y en silencio,
con los ojos grises llenos de silencio,
ella nos da de comer.

Veo los trenes partir,
subo,
y voy hacia mi destino:
Los grandes edificios.
Tengo que entrar,
a que me corrijan los pies,
porque papá dijo,
que eso me iba a hacer bien,
que todo iba a estar mejor,
que yo no podía caminar bien,
porque nunca había entrado ahí,
y todos entraban ahí al crecer.

En el edificio,
todo era pulcro,
elegante,
bello,
reluciente,
organizado,
eficiente.
Cada tanto,
por aquellas puertas,
se vomitaba carne,
anónima,
conocida,
una.
Tragan,
digieren,
diseccionan en serie,
las partes defectuosas,
las que no se pueden calcular.
¡Hay que enderezar! grita el capataz,
pulir,
amputar,

la primera sonrisa íntima,
esa que caló en el pecho,

el sentido,
los fines,
las entelequias,
lo absurdo,
y vomitar los huesos,
con un saludo triunfal:

¡Viva La Máquina!

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